NUNCA antes FUIMOS así

 


INTRODUCCIÓN

Érase una vez, un país en el mundo, con más recursos que habitantes, con más información que conocimiento, con más conocimiento que bondad, con más talento que oportunidades, con más jefes que líderes, una sociedad adelantada a su población, con más formación que educación, con más ideas que proactividad, con más acciones que compromiso, con más potencial que iniciativa, con más todo sin algo, pero nadie se atrevía a decir ni hacer nada.

En los confines de un país donde la hipocresía superaba a la benevolencia, donde la prepotencia se erguía como una torre de marfil, mientras la compasión se desvanecía en las sombras. En este reino de mentes agudas, pero corazones cerrados, la educación era un concepto vacío, una cáscara hueca que carecía del alma de la verdadera enseñanza. Más creyentes que voluntarios, más ideas que acción, más problemas que soluciones, este país se perdía en el laberinto de sus propias contradicciones.

La existencia y la no existencia danzaban en un juego de sombras y luces, eran conscientes de todo, pero no decían nada, el universo entero clamaba por ser escuchado, no cesaba de enviar señales, "Dios", dios y el Ser Supremo, lo presenciaban todo, la naturaleza gemía y los animales rugían en protesta, pero los mismos habitantes ni se inmutaban, permanecían impávidos, envueltos en su propio mundo de egoísmo y complacencia.

Como casi siempre, una chispa surgió en la oscuridad, y acabó provocando la gota que colmó el vaso, las hojas de papel se unieron en alianza con los lapiceros, las láminas se asociaban con los bolígrafos, la tinta se volvía tanto indulgente para facilitar la rebelión, como rebelde dispuesta a ser testigo de la revolución que se avecinaba, solo faltaban los valientes que se atreviesen a lanzar la primera palabra, el primer escrito, el primer sonido de reivindicación, aquellos dispuestos a romper el silencio con su voz, a desafiar la tiranía del conformismo, pero, en un país donde cada uno defendía su propio interés, nadie se atrevía, pues todos, como panaderos, defendían su pan y nadie se atrevía a dar el primer paso.

Nadie, nadie, nadie se atrevía. La filosofía, junto a la sociología y la literatura, cansadas de esperar en las sombras, se alzaron a servir como guardianes de la verdad, pero nadie se atrevía, nadie, nadie se atrevía. La filosofía, con su mente aguda y sus preguntas sin respuesta, era rebuscada, la sociología, con su comprensión profunda de la sociedad humana, era esotérica, pero, la literatura, con su capacidad de inspirar y provocar el cambio, era más asequible, era la clave, la literatura, era perfecta. Contaba con unas preciosas perlas por todo su cuerpo, las figuras literarias, unas chicas inteligentes, unas chicas valientes, unas perlas que adornaban las palabras, haciendo que brillasen con la luz de la verdad y la justicia, en esta última disciplina, habíamos encontrado a nuestras heroínas. En un país sediento de cambio, eran ellas quienes llevarían la antorcha de la revolución, quienes desafiarían al statu quo y abrirían camino hacia un futuro más justo y equitativo. Ellas sí se atrevieron. 

El hilo conductor de este ensayo, describe la valentía de las figuras literarias al alzar la voz, tratando de despertar a un país generalmente hipnotizado, acomplejado y con pocas aspiraciones. El ensayo nos lleva primero a denunciar aquello en que nos hemos convertido como sociedad, y que podemos dejar de ser si nos lo proponemos, seguido, recuerda con añoranza, aquello que siempre fuimos y, al final, motiva a que volvamos a ser aquellos que en esencia fuimos, somos y podemos volver a ser.

 

DESARROLLO

 Nunca fuimos así

Nunca, nunca antes, declara y jura por lo más sagrado la aliteración que, nunca antes fuimos así. Muchísimo antes, nunca fuimos así, mucho antes, nunca fuimos así, hace un tiempo, nunca antes habíamos sido así, pero señala, de manera contundente la personificación que, fueron la previa intromisión de una variable externa, junto al descubrimiento de un líquido rico en dinero en nuestro territorio, los dos acontecimientos que entonaron el canto hipnótico de la sirena, a fin de socavar nuestras raíces y condenarnos a la nadería.

Como si las palabras mismas se rebelaran contra su significado, nos encontramos inmersos en un romance homosexual entre la preciosa paradoja y la controvertida antítesis. Nunca antes en los resquicios de la historia, se tejió un tapiz tan intrincado de contradicciones como el que encontramos hoy. Estamos atrapados en un baile incesante, la coreografía la dicta la antítesis, y nosotros, como patosos, divagamos entre la opulencia y la carencia, entre la abundancia y la vacuidad, entre el bienestar y la subsistencia. Una cosa llevó a la otra, y con el trabajo conjunto de la colonización y el bum del petróleo, advierte la anáfora que surgieron: tanto los sucesos que suceden sucesivamente, como la paradoja de la abundancia, y fue así como nos convertimos en aquellos que lo tienen todo, pero no tienen nada.

Como todo, la perífrasis asegura, tenemos un tesoro enterrado bajo la tierra, tenemos al amigo oro negro, tenemos el petróleo que fluye como la sangre de la tierra misma. Contemplamos a los hijos del bosque, esos gigantes majestuosos que se alzan hacia el cielo, ofreciéndonos su madera de la más alta calidad. Tenemos salida al aliento de las naciones, sí, tenemos salida al mar, un patrimonio que muchos codician, que muchos darían sus vidas por poseer. Y, sin embargo, en medio de esta aparente abundancia, nos encontramos vacíos, sedientos de algo más, algo que el oro y la madera no pueden comprar.

Nunca antes fuimos así, no, nunca antes en la historia de la humanidad, nunca antes en la memoria de los tiempos. Pero en este momento de reflexión, en este instante de claridad, podemos elegir dejar de serlo. Podemos despojarnos de las cadenas de la paradoja y encontrar la verdadera riqueza que yace en lo más profundo de nuestro ser. Podemos encontrar la plenitud en la simplicidad, la felicidad en la gratitud, y el significado en la conexión con nuestro entorno y con los demás.

Tenemos todo, nos dicen con suma presunción las cifras, los recursos, la riqueza que brota de nuestras tierras como un manantial inagotable. Pero, a pesar de tenerlo todo, nos encontramos con las manos vacías, pues, no tenemos nada. Es triste y duro, mas, por mucho que lo fuese, el paralelismo no se va a callar, y sin piedad alguna, nos acribilla, recordándonos que, como nada, no tenemos vergüenza al prostituir nuestra cultura, como nada, no tenemos autoestima cuando reprimimos nuestro potencial. Como nada, no tenemos la capacidad de inhibirnos ante la corrupción.

Nos detenemos ante la majestuosidad de estas palabras, y quizás, podríamos culpar a la hipérbole por su exageración, por elevar estos insignificantes caprichos a la altura de los dioses. Pero la verdad se revela ante nosotros, cruda y desnuda, como una llama ardiente que consume la oscuridad. Muchos han dado su vida por estos tesoros, muchos han derramado sangre y lágrimas por un puñado de tierra fértil, por un barril de petróleo, por un trozo de madera.

Nunca antes fuimos así, no, nunca antes en la historia de la humanidad, nunca antes en la memoria de los tiempos. Y, sin embargo, en medio de esta aparente abundancia, nos encontramos vacíos, hambrientos de algo más. Tenemos todo y no tenemos nada, atrapados en la paradoja de la existencia humana, donde la posesión se convierte en prisión y la abundancia se transforma en carencia.

La personificación insiste, ella nos susurra al oído palabras de sabiduría, nos recuerda nuestra verdadera naturaleza, nuestra conexión con el mundo que nos rodea. Porque en medio de esta confusión, en medio de esta contradicción, todavía podemos encontrar la verdad, todavía podemos encontrar la plenitud en la sencillez, la felicidad en la gratitud, y la riqueza en la conexión con nuestro entorno y con los demás.

Podemos despojarnos de las cadenas del autoengaño y abrazar la verdad que yace en lo más profundo de nuestro ser. Podemos encontrar la plenitud en la aceptación de nuestra propia humanidad, en la celebración de nuestra singularidad y en la búsqueda constante de la verdad y la autenticidad. Nunca antes fuimos así, pero en este momento de claridad, en este instante de revelación, podemos elegir dejar de serlo.

Mirando hacia atrás, hacia ese tiempo de hermandad y honestidad, podemos recuperar lo que hemos perdido en el torbellino de la opulencia. Siempre fuimos así, y podemos volver a serlo.


Siempre fuimos así

Una ligera mirada a nuestro pasado nos revela que siempre fuimos hospitalarios. Entre la hipérbaton y la epífora, como malos anfitriones a nuestra familia describieron nunca. Siempre honestos, pero tramposos nunca, respirábamos hermandad y nuestro pan de cada día era pues, el paralelismo de la hermandad, la hospitalidad, y la honestidad. Siempre fuimos así, y podemos volver a serlo.

En este vasto universo de posibilidades, tenemos la capacidad de volver a ser quienes una vez fuimos. Podemos despojarnos de las cadenas del conformismo y abrazar la verdadera esencia de nuestra humanidad. Siempre fuimos así, y podemos volver a serlo. En cada paso que damos, en cada palabra que pronunciamos, llevamos con nosotros la promesa de un nuevo amanecer, donde la hospitalidad y la honestidad brillan como faros en la oscuridad, guiándonos hacia un futuro más luminoso y esperanzador.

Miremos dentro de nosotros mismos, hacia las profundidades de nuestro ser, y encontraremos la llama de la verdad que arde en nuestro corazón. Recordemos quiénes somos realmente, más allá de las máscaras que hemos adoptado, más allá de las limitaciones que nos imponemos a nosotros mismos. Encontremos la fuerza para levantarnos y reclamar nuestra dignidad, nuestra autoestima, nuestra humanidad.

La metáfora nos hace descubrir que nuestra conciencia siempre fue un refugio hospitalario en el desierto de la indiferencia, donde cada sílaba era un cálido abrazo y cada pausa, una invitación a compartir la mesa de la fraternidad. Siempre custodios de la verdad, nunca caímos en las artimañas de la falsedad, enredados en la red de la honestidad como si fuera nuestra segunda piel. Respirábamos la hermandad como el aire mismo que llenaba nuestros pulmones, tejidos en la urdimbre del paralelismo, donde la solidaridad era el hilo que entretejía nuestros destinos.

A través de la metonimia y gracias a ella, bebíamos dos vasitos de hermandad, comíamos cada uno, un plato de la hospitalidad y nos bañábamos el río de la honestidad. Siempre fuimos así, los guardianes de la llama de la humanidad, los custodios de la luz en la oscuridad de la indiferencia. Y aunque el tiempo pueda haber borrado algunas líneas de nuestra historia, aún podemos rescatar esa esencia perdida, volver a ser los arquitectos de un mundo más justo y compasivo.

Podemos desenterrar los tesoros olvidados de la fraternidad y la sinceridad, y construir sobre ellos un futuro lleno de promesas y posibilidades. Podemos recuperar nuestra identidad perdida, volver a ser los guardianes de la verdad y la honestidad, los custodios de la hermandad y la hospitalidad. En cada latido de nuestro corazón, en cada suspiro de nuestra alma, yace la promesa de un renacimiento, el renacimiento de nuestra humanidad perdida.

Siempre fuimos así, nos susurran las sombras del pasado, las voces ancestrales que resonaron en las colinas y valles de nuestra tierra. En los resquicios del tiempo, encontramos la esencia misma de nuestra identidad, tejida con los hilos de la hermandad, la hospitalidad y la honestidad.

Recordemos, en los días dorados de la antigüedad, la hermandad que nos unía como una familia extendida. Entre los ecos de la hipérbaton y la epífora, cada individuo era un eslabón en la cadena de la comunidad, cada acto un tributo a la solidaridad que nos sostenía. Siempre fuimos así, y podemos volver a serlo.

No podemos olvidar la hospitalidad que nos caracterizaba, como una llama que arde en la oscuridad de la noche. Entre las sombras de la retórica, extendíamos nuestras manos con generosidad hacia los extraños, compartiendo nuestro pan y nuestro hogar con aquellos que llegaban a nuestras puertas. Siempre fuimos así, y podemos volver a serlo. En el centro mismo de nuestra identidad, encontramos la honestidad que era nuestro sello distintivo, actuaba, no como epíteto, sino como adjetivo especificativo. A través de los giros y vueltas del paralelismo, manteníamos nuestras palabras como monedas de oro, promesas que no podían ser quebrantadas. Siempre fuimos así, y podemos volver a serlo.

En la encrucijada de la historia, nos encontramos con la oportunidad de mirar hacia atrás y redescubrir lo que una vez nos hizo grandes. Siempre fuimos así, y podemos volver a serlo. En cada recuerdo, en cada susurro del viento, encontramos la promesa de un renacimiento, una renovación de nuestra identidad perdida. Siempre fuimos así, y podemos volver a serlo.


Podemos volver a serlo

Sí, podemos, podemos volver a serlo, podemos volver alcanzar el éxito con los demás y no en detrimento de ellos, así, como en un equipo de fútbol, todos seríamos campeones; podemos volver a educar con la palabra y el ejemplo y no a través de las palizas, así, crearíamos a una sociedad proactiva y no sobrecogida ni acomplejada; y, sobre todo, podemos compaginar armónicamente nuestra verdadera esencia con los nuevos vientos sociales, sin que aquello tenga que llevarnos a negarnos a nosotros mismos, a la deshumanización, a la nadería, a la perversión y a la prostitución de nuestra cultura.

En un mundo cada vez más competitivo, la idea de ganar suele asociarse con el triunfo individual, pero ¿qué tal si redefinimos el concepto de éxito? En lugar de buscar la victoria a expensas de los demás, podríamos aspirar a un triunfo colectivo, donde todos salgan beneficiados. Al colaborar y apoyarnos mutuamente, no solo fortalecemos nuestras habilidades y conocimientos, sino que también construimos una sociedad más inclusiva y equitativa. En este sentido, el verdadero campeón no es aquel que prevalece sobre los demás, sino aquel que contribuye al bienestar común y promueve la cooperación.

La educación es la piedra angular de cualquier sociedad progresista, y su impacto se extiende más allá de las aulas. Como individuos, tenemos la responsabilidad de no solo enseñar con palabras, sino también con acciones. Es mediante nuestro comportamiento ético y respetuoso que transmitimos valores fundamentales a las generaciones futuras. Además, el poder de la palabra no debe subestimarse; a través del diálogo constructivo y la comunicación efectiva, podemos inspirar cambios positivos en nuestro entorno y promover una cultura de aprendizaje continuo y reflexión crítica.

El mundo está en constante evolución, y nosotros como individuos también debemos adaptarnos a estos cambios para prosperar en un entorno en constante transformación. Esto implica estar abiertos al aprendizaje y la innovación, dispuestos a desafiar nuestras creencias y prejuicios arraigados, y ser flexibles en nuestras formas de pensar y actuar. Sin embargo, adaptarse no significa renunciar a nuestra identidad o valores fundamentales; más bien, se trata de encontrar un equilibrio entre preservar nuestra esencia y abrazar el progreso. En última instancia, al adecuar nuestra esencia a los nuevos tiempos, podemos enfrentar los desafíos del presente con resiliencia y creatividad, y construir un futuro más prometedor para todos.

Estos tres pilares, ganar con los demás para ser todos campeones, educar con el ejemplo y la palabra, y adecuar nuestra esencia a los nuevos tiempos, representan valores fundamentales que pueden guiar nuestro camino hacia una sociedad más justa, equitativa y próspera


CONCLUSIÓN

Lo sustancial siempre se difiere de lo accidental, así, como dicta y sentencia muy contundentemente el mismo ciclo de la vida, engordar o perder peso, siempre será diferente a nacer o morir. Siempre fuimos y somos de hermandad, hospitalidad y honestidad en esencia, pero en lo accidental, pasamos a ser de egoísmo, materialismo y competencia, valores contrarios a nuestra esencia.

Lo sustancial es aquello que nos define, como el calor al sol o la oscuridad a la noche, aquello que nunca cambia y que, si lo hiciese, dejaríamos de ser nosotros, pues gracias a nuestra esencia, somos nosotros y no otros. Sin embargo, dicho está que la única ley constante es la ley del cambio, dado que, las sociedades siempre están sometidas a procesos constantes de cambio que, aunque afecten lo accidental, nunca debe arremeter con lo sustancial.

Los cambios son inevitables e incluso necesarios, pero las sociedades deben conseguir, a toda costa, adecuarse a éstos manteniendo su esencia, pues el picante mantiene su ardor a pesar del tipo de suelo, el león su ferocidad a pesar del entorno y las sociedades también a pesar de los cambios sociales.

Comentarios

  1. Resulta bastante complicado y, sobre todo complejo, plasmar ideas tan brillantes e interesantes sobre un papel. No soy de tanta literatura, pero me he detenido en leer sus apasionantes escrituras, a las que califico de excelentes 👏👏👏😎😎. El jurista Vicente Edú, le trasmite sus ánimos!!!!.

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    1. MUCHAS GRACIAS Edu'u!!! 🫂 Primero por leer y segundo por comentar... Lo cierto es que sigo aprendiendo, pero sus palabras son realmente motivadoras..

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  2. Los estás haciendo bien, pero porfavor no hagas que se note los chatbots. El trabajo es excelente reitero.

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    1. Muchas gracias por sus palabras y consejo, se aprecian BASTANTE!🫂 Lo cierto es que, siempre tratamos de ser honestos y transparentes en todos nuestros escritos, defendemos la idea de adaptarnos a los nuevos influjos sociales, pero manteniendo nuestra verdadera esencia, pues, la IA ya está aquí y ha venido a quedarse. En lo personal, no consideramos que fuese una opción utilizarla o no, sino como bien dice ( y estamos TOTALMENTE de acuerdo), tratar evitar que adultere nuestro verdadero mensaje e intención comunicativa.

      De nuevo, Michas Gracias!!

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